lunes, 30 de junio de 2014

Mirada serena

La volvió a ver.  Habían pasado diez años, pero ella parecía la misma.  Su risa seguía siendo tan cantarina como siempre y su cara todavía era dulce como un caramelo de fresa.  En cambio ella no le había reconocido.  Claro, con esa  pinta...  Su barca había tapado sus facciones y estaba tan delgado que podría echarse una siesta en el gatillo de una escopeta.  Ay... cuanto la había amado.  Pero el sentimiento no era un amor muy extraño porque una semana antes de la boda se largó.  Así sin más.  Tal cual.

Aquella noche  decidió dormir en otro sitio.  Estaba hasta el gorro de los gamberros que se reían de él y que le llamaban vagabundo de mierda.  Cogió sus escasas pertenencias y entró en un cajero automático.  Allí estaría resguardado del frío que el helaba hasta la sangre.  Ay... su Irene.  Su vida.  Y su desgracia.   Cuando ella le dejó,  empezó a plantearse su existencia.  Se quedó vacía por dentro.  No podía recordar el proceso, pero con cuarenta años se había convertido en un sin techo.

¡Daniel! ¡Daniel!.  Algo o alguien le sacudió.  ¿O era un sueño?.  Parecía ELLA.  ¿Me reconoces?.  Soy yo.  Soy Irene.  Te ha traído una manta.  ¡Sí!.  Es ella.  Me dejó plantado hace diez años y lo único que se le ocurre es traerme una manta.

Te he visto esta mañana.  Tu hermana me dijo que habías vuelto por aquí y la verdad es que no ha sido una sorpresa verte.  Te  esperaba- le dijo ella.
¡Y me has reconocido de esta guisa?.  Me imagino que te dio  vergüenza presentarme a tus amigos-  Ella no contestó, pero su forma de mirarle de arriba a abajo le dio la razón a él.
Daniel le advirtió que esas no eran horas para pasearse por ahí, porque hay gente muy rara suelta por el mundo, pero ella se sentó a su lado dejando que un montón de palabras brotaran de sus labios.  Le contó que había pensado mucho en él.  Que se había casado.  Que tenía un hijo.  Que le preguntaba a tu hermana qué era de tu vida.  Que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá.  Él quería saber más.  Quería una respuesta a aquella pregunta que le mordía el corazón.  ¿Porqué?.

Irene comenzó con un emotivo llevo diez años sintiéndome culpable, pero esta mañana, cuando te he visto así...  Ya no tengo ese sentimiento.  No me mires así.  Tú siempre decías que yo era tu vida, que me querías más que a nada en el mundo.  Y en cambio, cuando empecé a hablar de boda y puse una fecha, las cosas ya no fueron igual.  Salió tu vena independiente y aventurera. La idea de vivir en una casa y de tener una familia no te gustaba nada.  Quería convencerme para comprar una caravana en lugar de un piso.  ¿Te acuerdas?.  Y querías que dejara mi trabajo para ir a ver mundo y dormir bajo las estrellas.  Intenté convencerme de que cambiarías, pero no...  Siento haber sido una cobarde, aunque si hubiera hablado contigo nunca te habría abandonado.  Te quería demasiado.

El la había escuchado con la boca abierta.  ¿Cómo le podía echar la culpa a él?.  ¿Qué más mentiras le iba a explicar?.  Y ella siguió hablando, y bla, bla, bla...  Acabó su discurso con un  ...Daniel, cuando puedas mírate en un espejo y verás que tengo razón.  Tus ojos nunca habían estado tan felices y serenos como ahora.  Y se fue.  El intentó volver a dormirse pero no pudo.  Salió del cajero.  Todavía era de noche.  En la calle solo vio dos policías municipales.  Uno de ellos le dijo si quería ir a una casa de acogida.  Hace demasiado frío para estar fuera.  No gracias, me gustar vagar.

Con la luz de una farola, se vio la cara reflejada en un escaparate.  Quizá sea verdad.  Parezco feliz.

Milagros necesita un abrazo

A Milagros la acababan de despedir. Solo hacía una hora que había tenido que escuchar las excusas de su jefe:
-Lo siento mucho. De verdad. Ya eres como de la familia pero el super no da para tanta gente...la cosa va muy mal...muy mal-  hablaba lentamente, entre lágrimas pero a ella no la engañaba . Eran lágrimas de cocodrilo. A partir de aquí todo eran palabras que hasta entonces solo le sonaban de experiencias de amigos y familiares, de la tele. Finiquito, indemnización, veinte días,  improcedente. Milagros se miró en el espejo del lavabo. Cincuenta y cuatro años y parada. ¿Y ahora
qué? ¿conseguiría otro empleo a esa edad y con la que estaba cayendo? -Piensa que si todo va bien en un año o así quizás pueda volver a contratarte y...-bla,bla, bla...Su jefe era más estúpido de lo que ella se pensaba. Esa retahíla de mentiras piadosas quizás se las tragaba alguno de sus compañeros más jóvenes pero ella ya hacía tiempo que teñía canas. Volvió a ver su rostro reflejado en el espejo. Los rizos del recién estrenado rubio medio le caían sobre los hombros. Aunque no era el cabello lo más bonito que tenía , de lo que realmente se sentía orgullosa era de su talla 110 de pecho (sin operación, igual de natural que sus grandes ojos castaños). Recordó el día que fue a pedir trabajo al señor Rius, el mismo que la acababa de despedir. Veinte años habían pasado ya. Iba vestida con una camiseta fucsia de lycra con un generoso escote que dejaba a la vista algo más que el canalillo.

-Lo que buscamos aquí señorita es una persona de confianza que sepa tratar con la gente...-al señor Rius , la mirada le iba a su talla 110 . Se notaba que intentaba desviarla hacia los ojos de ella, pero volvía a posarla de nuevo en la inacabable forma en uve de su camiseta. A ella no le importaba. Más bien al contrario . Se había vestido así porque era como más fuerte se sentía. Veinte años más tarde, seguía fiel a su estilo. Enrolló un rizo en su dedo índice y lo estiró a modo de muelle. Aún se sentía atractiva a pesar de los kilos de más y las arrugas bajo los ojos.
En paro. ¡Por primera vez en su vida estaba en paro! Vio el miedo en la mirada. Vio desasosiego, intranquilidad, angustia,confusión. Y se asustó. Conocía bien esos síntomas. Había sufrido crisis de ansiedad cuando la suspendieron en un examen para conseguir el título de auxiliar administrativo, o  cuando se enteró de que su novio de toda la vida salía con una de sus amigas.
Le costaba respirar. Tranquila, Milagros. Tranquila. Se tocó la mejilla con suavidad. Esto se te pasa pronto. Tranquila Milagros que todo se arreglara. Salió al balcón. La noche era fría. En la calle Bofarull de Barcelona poca gente paseaba. Algunos iban un poco encorvados. Seguramente les había pillado por sorpresa las bajas temperaturas después de un día tan cálido como el que habían pasado. Su vecina, la del quinto, se dirigía a la portería. Milagros, afectada por una inmensa e imprevisible sensación de soledad, se esforzó en mirar hacia abajo apoyada en los barrotes, y la llamó:
- ¡Pepita! ¿Puedes subir, por favor? No me encuentro bien- se sorprendió a sí misma pidiendo ayuda a una vieja cotilla a la que no soportaba, pero necesitaba estar con alguien, que la abrazara, que la tranquilizara... necesitaba sacudirse esos temblores de encima.
Llamaron a la puerta.
-Gracias por subir. Es que me he sentido mal, estoy nerviosa y ... mira las manos... me tiemblan y noto el corazón... ufff- se llevó la mano al pecho.
-Tranquila, mujer. ¿Te has tomado alguna cosa de esas que son ilegales?-
Ya estaba otra vez la vecina insinuando cosas raras. Sin embargo prefería tenerla allí, a su lado, antes que estar sola.
-No. Si te refieres a alguna droga, yo nunca tomo nada de eso.-
Bueno, bueno... yo no estoy aquí para juzgar a nadie. Ya lo hace el de arriba- y señaló al cielo. Le dio dos palmaditas en la espalda. En aquellas circunstancias, Milagros hubiera preferido un abrazo, pero viniendo de su vecina no podía esperar mucho más.
Pepita avanzó por el pasillo y buscó la cocina. Sin mediar palabra sacó de uno  de los cajones una bolsa con infusiones y preparó dos manzanillas. ¡Qué triste era su vida, compartiendo una crisis de ansiedad con la última mujer del mundo a la que en circunstancias normales hubiera explicado sus problemas! El corazón le seguía latiendo con fuerza pero la mano que aguantaba la taza no le temblaba tanto.Su vecina le explicaba los devaneos amorosos de alguien,que  bla, bla, bla...bla, bla, bla y estaba a punto de separarse y ..bla..bla..bla...Los latidos iban más lentos y la taza ya casi no se movía. Sin embargo, una inmensa tristeza se apoderaba sin pausa de ella. Sin trabajo, sin pareja estable, con una vida social más bien escasa y con aquella vecina que no cesaba su parloteo sobre no sabía quién no tenía dinero para el divorcio, y bla..bla...bla...La puerta de cristal del lavadero mostró a Milagros el reflejo de su imagen decadente, triste y sin futuro. Se cansó de la visión de Pepita y se deshizo de ella con la excusa de un enorme cansancio que no podía evitar. Tras la marcha de su vecina, se sentó frente al ordenador y escribió y escribió su triste existencia.
El amanecer la sorprendió frente a la pantalla y con lágrimas reposando sobre el teclado.


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La carta le arrancó una sonrisa. Dos meses hacía ya que estaba en paro y ni los curriculums
ni las llamadas de teléfono a sus conocidos le consiguieron un trabajo. Aún así, Dios aprieta pero no ahoga. El relato que había escrito el día del despido parece que había gustado al jurado del premio que convocaba el Ayuntamiento de Espot. ¡Dos mil pavos le daban!¡Por fin podría cambiar la nevera y darse algún capricho! Siguió leyendo la carta: esperamos contar con su asistencia al acto de entrega de premios que tendrá lugar el 2 de junio en el Ayuntamiento de Espot, a las 18 horas.¡Vaya, con eso no había contado!. Esperaba que le hicieran una transferencia o que le enviaran un talón con el dinero y ya está!. A ella tanta parafernalia no le parecía necesaria además de que le daba una pereza increíble viajar a ese pueblo que no sabía muy bien dónde estaba. Eso, sin contar con la manía que tenía a todo lo rural desde que sorprendió a su entonces novio con una estancia en un hotelito del Pirineo. Fue allí donde él, entre lágrimas, le confesó que sentía algo más que amistad por una conocida de ambos. Él hizo la maleta dos horas después de llegar a la habitación. Milagros tardó en irse lo mismo que duró el stock de alcohol que había en el minibar. Era curioso. Siempre que la daban la patada, o como empleada o como novia, encima tenía que aguantar las lloreras de los infieles. ¡Fuera recuerdos! Encendió el ordenador y buscó en Google el nombre de Espot. Municipio de la comarca catalana del Pallars Sobirà. Está situado en el valle de Espot, al este del río Noguera Pallaresa. Es una de las entradas al Parque nacinal de Aigüestortes y al Lago de Sant Maurici. Sonaba a campestre del todo. Estiró uno de sus rizos y siguió leyendo: Dentro de su término se encuentra el macizo de Els Encantats. Ya estamos como siempre, pensó. Todos los pueblos, por pequeños que sean, tienen su leyenda. Enrolló un rizo del flequillo en su dedo índice y continuó con la lectura: Habitantes de Espot : 350. ¡Uah, pobre gente, qué aburrimiento! Prefirió no seguir con más información sobre ese pueblo o acabaría maldiciendo al jurado que eligió su relato. Apagó el ordenador y miró el calendario. ¡Dios mío, si era al día siguiente! El sonido de un SMS la molestó más que otra cosa. Estaba contrariada por este viaje sin programar y sin desear. Miró el móvil y el nombre de quién procedía el mensaje. Carlos. Decía: ¿volvemos a repetir lo de la otra noche? No le apetecía ni responder. Lo de la otra noche no había sido tan extraordinario como él pensaba. Demasiado rápido, demasiado aquí te pillo, aquí te mato.Últimamente, a Milagros esos encuentros esporádicos no la llenaban. Quizás era la edad, o que se sentía sola, o que no había llegado el hombre adecuado. Sí que había llegado. Dos veces, dos personas diferentes en diez años. Pero las dos se largaron. En fin, prefería pensar en el premio. Dos mil euros no estaban nada mal por hacer algo tan sencillo para ella como plasmar sus vivencias y pensamientos.
    Se duchó con la música de la radio de fondo. Por la noche sonaban canciones  de los 70 y de los 80. Las  de su mejor época. De cuando aún tenía sueños. Cerró el agua y salió de la bañera. Unos golpes potentísimos al otro lado de la pared  la desperezaron. Era el sonido inconfundible del bastón del vecino.
-¿Qué le pasa, señor Leandro?.  ¡Que no está tan alta la música!-
-Llevo media hora escuchando esas canciones infernales . ¡Ya no son horas!-
Milagros apagó la radio y entre dientes le respondió:
-¡Ya pronto le llegará el silencio en una caja de madera!
-¿Qué dices?
-¡Que ya he apagado la radio!
A una calle de la Meridiana, entre ambulancias, coches, riñas vecinales, y al señor Leandro le molestaba un rato de música discotequera. ¡Ay, señor!.
Se secó, se puso una camisola nada sexy. En estos últimos meses ni siquiera la ropa, su gran vicio, reclamaba su atención. En el piso de arriba había cena familiar. Las risas de los nietos (unos ocho había contado la última vez) traspasaban las paredes. Aplausos. ¡Feliz cumpleaños, yayo! Era tradición. Cada 1 de junio se hacinaban en ese piso de 70 metros cuadrados unas 16 personas. Le daba envidia tanta dicha ajena, y no por los niños. No los había tenido y nadie echa en falta algo que no conoce. Lo que si hubiera deseado es una pareja estable. Lo tuvo dos veces en su vida. La primera vez, la convivencia duró tres años y la segunda tres meses. Eso de llegar a casa y compartir quejas laborales del día, películas en pijama y cama sin SMS o chats de por medio estaba muy bien. Milagros revisó su aspecto de arriba hacia abajo y recordó de nuevo su cita con Espot. ¿Para qué quejarse si no había otro modo de consegur los dos mil euros que asistiendo al acto de entrega de los premios?


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El trayecto se le hizo larguísimo. Curvas y más curvas . Por fin llegó  hasta un pequeño cartel que anunciaba la entrada al pueblo. Bien. Estaba en Espot. Miró el reloj y se arrepintió de haberse levantado tan pronto. Eran solo las once de la mañana. No la había podido acompañar nadie, o no había querido. Su hermano se excusó diciendo que era el fin de semana que le tocaba a la hija y  dos de sus amigas, misteriosamente, tenían que acompañar a sus madres de compras. Algo bueno tenía que pasar ese día. Aparcar allí era muy fácil.La carretera, con sus dos carriles señalizados y todo, permitía parar el coche a los dos lados. Apagó el contacto del Ibiza. Bajó. Se desperezó. Estiró brazos y piernas. Vio a la izquierda cuatro caballos dando vueltas dentro de un cercado a otros tantos niños a los que miraban sus padres embelesados. En el otro lado de la carretera, un bloque de apartamentos dejaba entrever el interior de las habitaciones de los más madrugadores. O quizás de los más rezagados, con la manía que tienen algunos de levantarse pronto incluso los sábados. Se colocó la mano derecha a la altura del flequillo a modo de visera y miró de enfrente. Las montañas estaban allí mismo, altísimas, de verde contundente como si alguien hubiera cogido de la caja de lápices Alpino el más intenso de los verdes y hubiera pintado con él. A la falda , descansaba el pueblecito. Iluminado por un sol que aún no se había despertado del todo. Pues, no estaba tan mal... Se alegró de haber ido. No solo por los dos mil euros, aunque tenía que reconocer que era el principal motivo.
-¿Necesita ayuda?
Milagros se giró sin bajar la mano del flequillo. Era una mujer de unos ochenta años, con la mirada muy viva y una falda de cuadros que habría estado de moda hacia dos décadas.
-¿Es a mí?-preguntó un poco contrariada.
-Sí, sí, claro. Me ha parecido que buscaba algún sitio
Vaya, con lo bien que estaba ella contemplando el paisaje... y tenía que aparecer la típica pueblerina haciendose la servicial... ¿No sabe la gente que no hace falta ayudar si nadie te lo pide?
-¿Se encuentra usted bien?- repitió la anciana.
-Pues sí, señora, sí. Estaba intentando disfrutar de la tranquilidad y de la so-le-dad -creía haber sido lo suficientemente desagradable para que la dejara en paz. Sin embargo, estaba claro que no lo había conseguido.
-¡Ya, ya! Este pueblo es precioso, pero no se crea...tiene sus secretos también. Por ejemplo, hace una semana una pareja con hijos tardó dos días en encontrar el único parque con columpios que hay en Espot. Es que está detras de...-la mujer señaló a su derecha, más allá del bloque de apartamentos.
-Mire señora. He venido a descansar, no tengo hijos, me importa un pimiento dónde está el parque infantil y para rematar no tengo ganas de conversación- Milagros esperaba que tanta retahíla de mala educación sirviera de algo. Aún así, la anciana la sorprendió con su buena fe:
-Bueno, bueno...tranquila señora, no pasa nada. Tómese la vida con más calma, no le pase lo mismo que a los del Valle de los Encantados-
Tenía que reconocer que la vieja tenía clase. No se sulfuró, sus ojos seguían siendo igual de cálidos y el pelo canoso, corto pero abundante, no se le despeinó. Quizás, si se acabaran conociendo más, podrían llegar a ser amigas incluso. Por la carretera bajaba una veintena de adolescentes vestidos por el mismo patrón. Eran chicos y chicas en tejanos, camisetas como las de los camioneros, con las sisas muy amplias, y pañuelos rojos atados alrededor del cuello. Casi todos ellos llevaban bastones para caminar y botas negras o marrones con  cordones gruesos que las atravesaban. A Milagros le dolía la espalda solo de ver las enormes mochilas que cargaban. Iban pasando a su lado en medio de risas jóvenes y palabras nuevas. Mucho tiempo atrás también ella hacía ese tipo de excursiones, soñaba con dar clases de literatura en la universidad y con conseguir enamorar a un chico dos años mayor que ella que también estaba en la pandilla. Las clases de literatura nunca llegaron y el chico mayor que ella salió con una estudiante de biología que pesaba algo así como quince kilos menos que ella. Soñó durante muchos años pero los sueños nunca se cumplían. Viendo pasar aquellos jóvenes imaginó cuántos de ellos serían felices en la vida y cuántos acabarían como ella. Siguió subiendo por el márgen izquierdo de la carretera. El día era precioso. El sol calentaba más y le acariciaba la piel y el alma. Su vida tampoco había sido un desastre. Había tenido un buen trabajo hasta hacía poco, contaba con buenas amigas, un piso bastante decente casi en plena Meridiana y casi siempre que quería conseguía compañía masculina. Solo le hacía falta borrar su nombre de la lista del paro y un poco más de dinero. Y esto último lo iba a conseguir esa misma tarde.
Se detuvo un momento para descansar. Sacó del bolso la convocatoria de recogida del premio y se abanicó la cara y el canalillo. Su imagen quedó reflejada en el escaparate de una tienda de ropa deportiva. No estaba tan mal. Se vio sexy con la camiseta de tirantes roja y los tejanos negros ajustados. ¿Qué sería eso de los encantados que dijo la vieja? Le picó la curiosidad. Al lado de la tienda de ropa había una cafetería. La idea de comer un bollo recién hecho y un buen café pasó a ser su prioridad en ese momento. Esperó a que pasaran tres jeeps enormes a gran velocidad, excesiva para su gusto, y cruzó la carretera. Tuvo suerte. Solo quedaba libre una mesa redonda y dos sillas. En una de ellas dejó el bolso y la pequeña maleta con el vestido que se iba a poner por la tarde, y en la otra se dejó caer ella. Entre idas y venidas de la camarera, una chica muy guapa, rubia, con acento francés, Milagros levantaba la mano para hacerse evidente. Las bandejas pasaban ante ella repletas de cruasans, donuts, cafés con leche. No podía aguantar más.
-Oye, guapa, por favor, que estoy aquí...-
La chica asintió con la cabeza y fue hacia ella. Limpió la mesa en un plisplas, le sonrió y se armó con un bolígrafo y una miniatura de libreta.
-Mira, quiero un café con leche y...-investigó lo que tomaban los otros clientes-...quiero un bollo como el de ese señor relleno de chocolate y una pasta de crema como la de esa mujer...-¡Oh, no! ¡era otra vez la vieja de la carretera!. A Milagros casi se le quitó el hambre. Y más cuando la mujer se levantó de su silla y se acercó a ella. Le puso la mano en el hombro y le dijo:
-Tranquila. Desayuna tranquila que no voy a molestarte más-  A pesar del contenido de la frase, los ojos de la vieja seguían igual de cálidos. Era más bien la expresión de alguien comprensivo que de alguien enfadado. El comportamiento de esa mujer la dejaba fuera de juego y con un cierto sabor agrio de sentiminto de culpa. Reparó en una foto colgada en la pared. Els Encantats, decía el título. Se veían dos picos, casi gemelos, entre montañas algo más bajas y más redondas. En la falda, un bosque de abetos o algo parecido rodeaba un estanque. El verde de la fotografía era denso y uno de los picos estaba iluminado por lo que parecía ser el sol de la tarde.
Después de tomar toda aquella bomba de calorías y de despedirse de la camarera sonriente, abandonó el bar para seguir caminando por la carretera hacia el centro del pueblo. Llegó hasta una plaza bastante grande para las dimensiones del pueblo. Aquello parecía ser el centro neurálgico de Espot. Los adolescentes del pañuelo rojo al cuello estaban allí, sentados en círculo, comiendo los bocadillos envueltos en papel de aluminio. Tres niños pequeños daban vueltas alrededor de un grupo de seis adultos que intentaban hablar en medio de las correrías infantiles. Una pareja de no tan jóvenes se besaba junto a la fuente. Dos ancianos, uno de ellos con andador, avanzaban lentamente por la plaza. Y ella se quedó allí un rato, como un pasmarote. No sabía si sentarse en uno de los bancos o...no había reparado en una cosa. A ella no le gustaba conducir de noche y ¿si se enrollan mucho y acaba muy tarde? No había caído en reservar habitación de hotel, pero tampoco sabía que el camino era tan largo y tan lleno de curvas. Milagros miró a su alrdedor. Desde allí divisaba tres hoteles, no...cuatro..Había uno al otro lado de la plaza. Se dirigió hacia allí. Oyó el ruido del agua. Atravesó el puente de madera bajo el cual pasaba el río Escrita, tal como rezaba el cartel. Miró hacia abajo. El caudal del río no era excesivo, pero sí se hacía notar por lo rápido que avanzaba. Siguió caminando unos metros por la acera a la que abocaban bares, tiendas, pufs... y llegó hasta el rótulo rojo con letras blancas colocadas en vertical. Hotel Roya. Dos estrellas. Bien. Tenía muy buena pinta y con un poco de suerte sería asequible al bolsillo de una parada . Una parada que había ganado un premio. Bien. La fachada era de piedra con ventanales adornados por macetas de geranios rojos, perfectos. Ella nunca había conseguido en su balcón plantas tan bien cuidadas. Claro que las regaba solo cuando la memoria y la pereza se lo permitían. Accedió al interior del hotel a través de una puerta bastante grande enmarcada por un techo de pizarra y dos faroles de forja negra y pantalla blanca. En el mostrador, una mujer de unos sesenta años largos vestida con pantalón azul marino, camisa blanca de puños impolutos y un pañuelo de rayas de estampado marinero anudado al cuello, le dio la bienvenida. Hacía tanto tiempo que no iba a un hotel de ese tipo... Sus vacaciones solían discurrir en sitios playeros, con gente enrojecida por el abuso del sol y entre olor a paella. Y ahora, en aquel hotelito de cuento, tranquilo, estaba un poco fuera de lugar.
-Hola. Mire. Es que no tenía previsto quedarme esta noche, pero creo que será mejor que lo haga. ¿Tiene alguna habitación para mí?-
-Claro que sí, señora- su voz sonaba fuerte, segura, y a la vez cálida- Tengo libre una que le gustara porque tiene una vista muy bonita. Verá nuestra iglesia con la montaña detrás cuando abra la ventana-
Milagros no estaba para muchas vistas, pero ya que pagaba al menos que fuera por algo bonito.
-Bien. Espero que su estancia en nuestro hotel sea agradable- Milagros también lo esperaba. Le ponía un poco nerviosa tanta amabilidad en ese pueblo. Ella era de las que prefería lo malo conocido a lo bueno por conocer.
Subió las escaleras hasta el segundo piso y abrió la habitación 27. Le gustaba ese número.Las cortinas de lino blancas tapaban la vista y las apartó. La mujer tenía razón. La vista era muy bonita. Desde allí veía perfectamente la iglesia blanca con el clásico campanario acabado en punta de los cuentos que le leía su madre de pequeña. Para ser perfecto, solo faltaba la cigüeña anidando allí. Detrás la montaña, tan alta que no alcanzaba a ver el final. Sonó en el móvil el pitido de un mensaje. ¿No me dices nada?. Me muero por repetir. Era de nuevo Carlos. ¡Pesado! Prefirió no responder. Además no estaba para pensar en juegos de sábanas. Los nervios por la recogida del premio comenzaban a atacarla. ¿Sería un acto muy tiquismiquis?. ¿Tendría que hablar en público? No, Dios mío, esperaba que no. Eso lo odiaba. Con recoger el cheque y decir gracias al personal tenía más que suficiente. Volvió a mirar el móvil. Le hubiera gustado alguna llamada de su hermano o de alguna de sus amigas interesándose por ella, pero no recibió ninguna. Desde que la habían despedido se le había pegado al cuerpo una sensación de soledad que no recordaba haber tenido antes. Ansiaba más que nunca un abrazo y hacía mucho que nadie se lo daba.

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Se despertó sobresaltada. Se había quedado dormida. Miró el reloj. Las cuatro. ¡Las cuatro!. Solo faltaban dos horas y no se había duchado. Para colmo tenía un hambre horrible y los ruidos que podía hacer su estómago no quedarían demasiado glamourosos en una entrega de premios. Se levantó de la cama , salió escopeteada de la habitación y el primer sitio al que se le ocurrió ir fue a la cafetería donde había desayunado por la mañana. Entró jadeando después de la carrera y pidió, como pudo un bocadillo a la misma camarera que le había servido antes.
-No se preocupe que en un par de minutos lo tiene hecho- era increíble. Esa chica siempre tenía la sonrisa sincera dibujada en la cara.
Milagros esperó en la barra toqueteando un ritmo imaginario con los dedos. Reparó de nuevo en la  fotografía  de Los encantados. En realidad no eran iguales los dos picos de las montañas. Uno parecía un poco más alto y entre los dos había una endidura.
La camarera salió de la cocina con un bocadillo de fuet enorme. Lo envolvió con un par de servilletas de papel y lo introdujo en una bolsa transparente de plástico. Con la sonrisa puesta le indicó el importe, y con la misma sonrisa le cobró. Milagros salió de la cafetería con grandes zancadas. Aún tenía que comer, ducharse, meterse dentro del vestido y encontrar el Ayuntamiento del pueblo.
Pudo ir cumpliendo con su apretada agenda mientras oía jugar a los niños fuera. La música de un informativo en una televisión lejana y algún que otro pájaro díficil de identificar para una urbanita como ella le recordaron las tardes de verano que pasaba siendo una niña en el pueblo de su madre.  Era feliz entonces y por un momento deseó recuperar aquella época. Las cinco ya. Se sacudió de encima la nostalgia y se puso el vestido negro ajustado. Se subió a los tacones de diez centímetros y se miró al espejo de la habitación. Bien, bien. Daba el pego de alguien elegante. Se perfumó con las últimas gotas que quedaban en la botella que le habían regalado sus amigas por su cumpleaños y salió de nuevo, casi corriendo, para preguntarle a la mujer del hotel donde estaba el ayuntamiento.
-Baje por la carretera por donde ha entrado al pueblo. Verá un edificio que es una mezcla de lo antiguo y lo moderno. Es fácil. En un minuto está allí-
Siguió las indicaciones. Cruzó el puente del río Escrita  y , tal como le dijo la mujer , bajó por la carretera. La atravesó y buscó el edificio. El único que parecía rehabilitado y oficial era uno que rotulaba Casa del Parque Nacional en Espot. No veía otro de las características que le había indicado la mujer elegante del hotel, pero en ningún sitio ponía que era allí el ayuntamiento del pueblo.
-Si no le molesto, le puedo ayudar-
Era la vieja que se encntraba en todos los sitios. Se había cambiado la ropa. Llevaba un traje de pantalón y chaqueta en tonos marrones que seguro que le había costado un pastón. Incluso había calzado unos zapatos mocasines de color camel con tacón de cuña de una altura considerable para la edad de la señora. Iba maquillada, muy ligeramente, en tonos tierra suaves.
-¡Hola, hola!. La verdad es que busco el ayuntamiento pero no sé dónde está- respondió Milagros intentando rebajar la voz.
-Venga, venga conmigo- la vieja la cogió del brazo y la acompañó hasta una puerta lateral automática que se abrió al paso de ellas. Allí dentro, un cartel de letras grises metálicas anunciaba e tan anhelado ajuntamiento de Espot.
-Muchas gracias, señora. No lo veía- de repente, Milagros sintió la necesidad de explicarle qué hacía allí a aquella pobre mujer tan servicial que había sido víctima de su mala uva. Le contó lo del premio y que estaba muy nerviosa por el acto que iba a empezar pronto. También servía de excusa por sus malos modales.
-Pues muchas felicidades. Así que le gusta escribir...
-Sí, sí...pero escribo más bien como una terapia, para descargar estrés...-los nervios vovían a apoderarse de ella. Se le cayó al suelo el bolso negro pequeño y brillante, el que se ponía para las bodas y los fines de año. Lo recogió mientras la vieja le recomendaba visitar la exposición sobre el parque nacional de Aigüestortes y el lago de Sant Maurici. Le señaló con el dedo índice hacia la izquierda del edificio dónde una luz muy tenue y unas flechas en el suelo invitaban a curiosear fotos y mapas. Hacia allí avanzaron las dos. Miró el reloj. Faltaba media hora para las seis.
-Señora, ¿usted cree que este acto acabará pronto?-
-Bueno, ya sabe que estas cosas a veces se alarguen, pero usted disfrute que es la protagonista. No me haga como lo del Valle de los Encantados-
-Perdone que le pregunte, pero...¿a qué se refiere?- con los nervios que acumulaba Milagros, cualquier tema de conversación era bueno para distraer pensamientos.
-Verá. Se le llama así al valle que está al pie de dos picos enormes separados por una gran hendidura. Es precioso. Debería ir a verlo.
-¿Y lo de encantados de qué viene?-
-La leyenda dice que eran dos cazadores que no tuvieron la paciencia necesaria para esperar a que acabara la misa y se fueron antes para batir al rebeco (este es un lugar de rebecos). Los dos fueron maldecidos por su impaciencia y quedaron petrificados para siempre-
-¡Ufff!!!Yo le aseguro a usted que tendré paciencia y que esperaré a que se acabe el acto. No quiero quedarme de piedra-
La vieja rió con ganas y apostilló:
-Sí, sí...usted aproveche la tranquilidad de este pueblo y de la vida. No vaya a un ritmo diferente al de los demás porque se cansará más-
Las dos caminaban a pasos pequeños y se detenían a menudo para leer los diferentes apartados de la visita virtual al Parque. En un panel explicaban los aspectos culturales de la zona. Una orografía extrema, un territorio unido al nacimiento de los reinos cristianos pirenaicos y al auge del románico.A cada paso, Milagros contaba a la mujer algo sobre su vida. Estaba en paro, no tenía pareja estable...En otro panel repasaban la economía del Parque, donde todavía subsisten actividades tradicinales, agrarias y ganaderas.
-Últimamente estoy mal. Las cosas que antes me llenaban, ahora no me importan. Me siento sola...-
Y seguían avanzando hacia otro apartado de la exposición  sobre la flora. El abeto es el protagnista absluto de estos densos bosques. Por encima crece otro de los grandes elementos botánicos de la zona, el pino negro. El tiempo se le pasó volando a Milagros y le dio la impresión que lo mismo le sucedió a su interlocutora.

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A las seis en punto comenzó el acto. Un hombre bajito , de expresión afable, vestido con traje color vino , y que se presentó como el alcalde de Espot, dio la bienvenida a todos. La sala, aunque no muy grande, estaba llena. Quizás un centenar de personas se colocaron en semicírculos convergentes en torno al anfitrión. No todos los hombres llevaban traje. Había algunos con sencillas camisas de cuadros y tejanos desgastados. Las mujeres sí que se habían puesto sus mejores galas, sobretodo las más mayores. Había entre ellas mucha chaqueta entallada y mucho tacón.
-Y agrad ecemos la presencia aquí de la autora premiada: Milagros Duran- Su nombre en la voz del alcalde y através del micro sonó potente, importante. Su autoestima subió de golpe al mismo tiempo que el agradecimiento a aquel pueblo que hasta hacia poco le era desconocido. Oyó los aplausos de toda aquella gente y notó como le enrojecían las mejillas. El alcalde continuó:
-A todos nosotros nos gustaría escucharla, señora Duran-
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!. El corazón se le escapaba del pecho. Recogió la placa que le entregaba el anfitrión y se encontró ante el micro. De nuevo aplausos. Milagros acertó a decir:
-Yo...yo estoy muy nerviosa, pero les agradezco mucho a todos ustedes este premio porque llega en un momento un poco...díficil para mí- las lágrimas la sorprendieron -  No saben el bien que me han hecho estos aplausos. Muchas gracias, de verdad, muchas gracias- Se secó los ojos con una mano mientras en la otra sostenía la placa y ...el cheque. Curiosamente, ni siquiera había reparado en el cheque.
El alcalde volvió a tomar la palabra:
-Y ya para acabar, creo que es de justicia destacar la presencia de nuestra gloria local, la persona que más ha escrito sobre nosotros y sobre Espot, la historiadora Montserrat Oliveras, la creadora de este premio.
Y se dirigió al micro la vieja...la señora que se había estado encontrando en todos los rincones del pueblo. La víctima de su mala uva, la misma. Milagros se quedó boquiabierta.
-Amigos, no saben la satisfacción que me da esta nueva edición del certamen y que haya sido Milagros la ganadora . He tenido la oportunidad de conocerla , de hablar con ella y he podido ver que pertenece a esa clase de personas transparentes, que dicen lo que piensan y que no son conscientes del buen fondo que tienen. - apuntó la historiadora. Y añadió – Me gustaría que este pequeño pueblo deje un buen recuerdo en nuestra nueva amiga-
Para Milagros, los discursos tan amables eran díficiles de asimilar. Sin embargo, era una sensación dulce la de percibir todo ese apoyo entre gente que acababa de conocer. Se fueron acercando a ella casi todos los asistentes. Uno le decía :
Felicidades- el otro:
 Tengo ganas de leer su relato- La siguiente,:
 Me gustaría que escribiera algo sobre Espot-
Cuando ya la habían saludado casi todos se le acercó la historiadora de nuevo :
Quiero proponerte algo. A ver que te parece...-Milagros no pestañeó esperando las palabras de Montserrat-Verás, yo ya soy mayor y empiezo a necesitar ayuda. Ahora me da más miedo estar sola, enfermar sin tener a nadie...y también me vendría bien una secretaria que organizara mi agenda- ¿Qué te parece?-
No supo que responder. Realmente, en Barcelona no tenía nada importante. ¿Y qué iba a perder?. Nada. Estaba claro.
¡Perfecto, genial!. Me parece perfecto-
Montserrat la abrazó. Era un abrazo de sinceridad, de comprensión , de cariño. Era el abrazo que necesitaba desde hacía mucho tiempo. Se sintió bien.

La visita de doña Pura

¡Qué pocas ganas tenía de aguantar a la vieja!.  A su hija Consuelo hacía días que se le había metido en la testa preparar aquella merienda porque Madre, le decía, usted tiene que relacionarse con la gente de su edad, tener amigas, salir a dar paseos...  Pero a Cayetana no le apetecía nadita, nadita, nadita.  Esa tal Señora Doña Pura estaba cargada de años, por lo menos unos ochenta.  Madre, no le llame vieja.  ¿No ve que usted es casi una década más grande que ella?.  ¡Bah!.  Nada tenía que eso.  La Señora Doña Pura tenía muchísimas arrugas en la cara.  Tantas que no se le veían los ojos.  ¿Y la nariz?.  Parecía más bien un grano grande en un semblante de valles y montañas que habían ido criando los años.

Cayetana miraba por la ventana.  Aún faltaba una hora para ponerse el sol.  Estaba cada vez más enojada.  Ding-Dong Ding-Dong.  ¡Oh, no, ya estaba allí!.  Entró al recibidor vestida con un traje de chaqueta de color gris y unos zapatos negros de cordones con unos pocos centímetros de tacón grueso.  ¿A dónde se creía que iba? ¿A ver al rey?.  Cada vez que la veía le añadía un nuevo tratamiento a su nombre.  Empezó siendo Pura, después Señora Pura, y desde hacía unos instantes había ascendido a Señora Doña Pura.  La recién llegada saludó a Consuelo con un sonoro mua-muá.  ¡Qué bien que haya venido!.  Mi madre está contentísima  ¿verdad que sí?.  Cayetana prefirió no decir nada, pero no pudo evitar un distante mua-muá.  Se miró en el espejo de la entrada y pensó que tenía que haberse arreglado un poco más.  Su pelo blanco y rebelde estaba tan enmarañado como el de esos pelagatos que cantan tan fuerte y tan mal en las fiestas de los más mozos.   Su bata tenía una gran mancha de café, aunque no se había dado cuenta hasta que su hija le dirigió una mirada llena de chispas.

Consuelo hizo entrar a la visitante en el comedor, donde estaba todo preparado con pastitas, te, manzanilla...  ¡Bah!.  Cosas de viejas.   Y sin más, su hija les informó de que tenía que ir a comprar al PRYCA, que no iba a tardar más que una hora y que no se preocuparan, que hablaran de sus cosas y que se lo pasaran bien.  ¡Encima la dejaba sola con aquel loro, con cara de buena persona.  Esas son las peores!.

Cayetana sabía que no iba a aguantar mucho rato con aquella.  Tenía que inventar algo para hacer que la visita fuera lo más corta posible.  Entonces, una idea recorrió su mente como una ráfaga.  Se frotó las manos y dijo a la Señora Doña Pura que se sentara y que cogiera pastitas.  Le respondió que gracias, pero solo tomaré un poco de té.  Es que tengo una úlcera de estómago y cuando como demasiado me sienta mal.

¿Qué quiere sal? ¿Con las pastas?.  Bueno, bueno.  Hay gustos para todo.  Ahora se la traigo.  Y Cayetana se levantó ante la mirada vizca de la Doña Purísima.  La anciana se iba riendo por el pasillo.  Después de todo, iba a divertirse.  Volvió de la cocina con un salero y oyó que la Pura aquella le decía que no quería sal, que lo que pasaba es que no podía comer.  ¡Ah! ¿No puede morder?.  Pues no sabía que la sal era buena para masticar bien.  ¿Y cómo se pone la sal, en las encías?.

Los ojos de la pobre Señora Pura se le colocaron en forma de O mayúscula.  La  anfitriona no pudo evitar una sonrisa imaginando los pensamientos de Doña Perfecta.  Seguro que en aquel momento, la pobre estaría intentando recordar si Consuelo le había hablado de la fuerte sordera de su madre.

-Bueno, bueno, bueno, chilló Cayetana intentando que su tono de voz rompiera los tímpanos de aquella perfectísima.  Me gusta que haya venido a hacerme compañía.  A mí, cuando estoy sola, es que me duelo el corazón, me llora.  Noto una tristeza, un no sé que...  Cuando usted quiera puede venir a merendar conmigo.  Ya verá qué bien nos lo pasamos.  Cayetana hizo saber a Doña Perfecta que sus hijos y sus nietos prefería salir antes de quedarse con ella.  Ya me entiende ¿no?.  Los viejos olemos mal, no nos quieren.

Doña Pura no le dejó acabar la frase.   Con un tono digno de un megáfono la calmó con un Mujer, no diga eso.  Si a usted la quieren mucho...

Un chucho es un can ¿verdad?.  ¡Y dice usted que me compre un chucho?.  No, no, no, por Dios. A mí no me gustan nada los canes.  No me puedo cuidar yo, y voy a cuidar un perro...  Lo que me faltaba.
Aún quedaba un trozo de día cuando la Señora Doña Pura masculló unas palabras y disculpándose, se despidió de ella.  Muá, muá.  Ahora tengo que irme, pero ya vendré otro día.

A su tía no la conozco, no.  Pero tráigala cuando  vuelva por aquí.  ¡Hala, hala, adiós, buenas noches y que Dios nos acompaña!.
La invitada cerró la puerta tras de sí, intentando emitir un fuerte ¡Ya volveré ya!.  Y Cayetana volvió a frotarse las manos.  Los dos únicos dientes que le quedaban asomaron a su boca.